Buenos Aires

Buenos Aires me suena a Luca. Caminando por la calle, yendo de acá para allá, no puedo sacarme a Luca Prodan de la cabeza, sus melodías melancólicas, el paso cansino de quien ya no va hacia ningún lado y observa con el filtro de la nostalgia todo lo que acontece a su alrededor. Por momentos siento que soy capaz de meterme en su piel, adentro de esa pelada, y me doy cuenta que nada cambió después de 30 años.

Buenos Aires es la ciudad que más veces visité en mi vida. Contando con que la relación entre Capital y Mar del Plata es muy dinámica, no es extraño. Más de un viaje por año de promedio, hace que mi andar sea casi cotidiano. No obstante, jamás experimentaré el verdadero ritmo de su cotidianeidad sin vivir ahí. Esto último nunca ha estado en mis planes, pues siento que no sobreviviría anímicamente.

Por otra parte, la imagen que tenemos de las ciudades también está compuesta por las personas que allí conocemos, visitamos y nos reciben. En esta última aventura, además de cumplir con ciertos trámites referentes a mi trabajo, aproveché para aventurarme en las entrañas de la urbe, manifiestas en amigos y amigas. Mi ritmo itinerante me llevo por distintos lugares en tan sólo menos de cinco días: el centro, Caballito, La Paternal, Palermo, Villa Urquiza, Chacarita y Congreso. Esos viajes pueden ser leídos como una metáfora de los saltos que di entre las personas con las que solo pude hablar de cosas significativas.

Al principio, cuando bajé del micro con las obligaciones, intenté meterme en el ritmo porteño, pero el impacto de las calles céntricas me cacheteó violentamente. Las caras, las pieles, los pelos, los colores, los edificios: todo demacrado e insano. La desesperación de sacar un peso en ese movimiento constante de desconocidos, tanto por parte de quienes buscan sobrevivir vendiendo mano a mano como de los negocios o de los grandes responsables de las miserias del mundo. Eso y más. Así, mientras hacía lo mío, no podía dejar de prestarle atención a la desolación que me invadía, a la sensación de vulnerabilidad en la jungla de concreto, en la cual estamos siendo acechados constantemente y conformamos un ejército de presas errantes. Claramente soy sensible a todo esto, pero justamente eso es lo que me pone mal: la naturalización por parte de la gente de un modo de vida altamente nocivo, atrofiante y corrosivo, seguido por la emergencia de una callosidad que insensibiliza.

Tras haber completado algunas tareas, comencé la parte más deseable de todo el trip, visitar a la gente. Reencontrarse con diferentes personas suele implicar una serie de manifestaciones internas de menor o mayor intensidad: preguntas, sensaciones, sentimientos, cuestionamientos, reafirmaciones, revelaciones o a veces sólo las atentas observaciones, comparaciones y reflexiones.

En general, las personas con las que más contacto tengo, como a la mayoría nos sucede,  tienen un perfil definido, el cual concuerda con el mío. Franja etárea y social, intereses, inquietudes y otras cosas más. Jóvenes-adultos, clase media trabajadora con formación secundaria, terciaria o universitaria, relacionados con el ámbito de la cultura. Esa tendencia no excluye el contacto con personas que queden por fuera de los parámetros, pero reconocer que justamente existen tendencias, nos permite descubrirnos un poco más a nosotros mismos.

Durante el rush de los días que duró el viaje, me vi enfrentado constantemente, mano a mano, con personas que tienen diferentes cargas simbólicas en mi vida. Algunas representan cosas muy puntuales, otras, el soplido de ciertas tendencias tribales de las cuales he formado parte. O quizás, cada una tiene un poco de ambas cosas. El asunto es que con todas pude llevar a cabo intercambios intensos, los cuales, más allá de las particularidades, me devolvieron elementos representativos de lo que significa, para esta franja de personas, el vivir y desarrollarse en un lugar así.

Me entristeció encontrarme con gente valiosa, de intenciones nobles, creativas, poco egoístas y positivas, dirimiéndose entre lacras que pretenden quebrar sus valores, sus expectativas, sus ilusiones y sus convicciones. Me di cuenta que esa crudeza que distinguí al momento de bajarme no era una mera sensación, sino que está manifestándose  constantemente, haciendo la guerra material y psicológica a quienes intentan vivir eludiendo la picadora de carne. La ciudad y sus acólitos amarillos como la hepatitis pretenden que todos queden mansamente rendidos y quepan dentro de los parámetros predeterminados, una especie de cajón a medida. Pero no. Hay personas valientes que enfrentan diariamente la confusión, la desorientación y el aislamiento, consecuencias de no dejarse vencer, de seguir alimentando la llama de ser auténticos. Así, caminar por los barrios no deja de tener su encanto, aunque el costo de vida es tan alto que no se cobra en dinero, sino en salud.

Esto me llevó a pensar: ¿qué hay en mí? ¿Por qué le presto atención a cosas que muy pocos reconocen como problemas serios? ¿Seré un tremendista que no puede disfrutar de las calles, de los bares, del sueldo y asumir que siempre hay gente en peores condiciones? Creo que se puede mantener el disfrute, asumir que hay otros bajo peores condiciones, sin naturalizar esto ni relativizar nuestras propias problemáticas, las cuales son caras de la misma moneda. Pero durante esos mismos días se sucedieron ahí mismo hechos tan significativos como la primera marcha masiva contra el femicidio, la condena a uno de los policías implicados en el caso Arruga o la ridícula y escandalosa exposición de la mafia organizada que emergió -envalentonada por la impunidad eterna-  en el Boca – River. Todo en el marco de la continuidad del acampe QoPINIWI en el obelisco. Es decir, incluso más allá de las torturas segmentadas en detalles como el transporte, la alimentación, las instituciones asfixiantes, la contaminación de todo tipo o la psicosis colectiva invasiva, parece inevitable no sentirse rodeado e indefenso cuando uno mira bien a sus alrededores, especialmente en Buenos Aires, donde todavía se huele el humo de los talleres clandestinos incendiados.

Ventanas, bares, pizzerías, parques, estaciones, recitales, caminatas, comidas; todos fueron escenarios de la aventura en la cual indagamos en nuestras propias profundidades y en las de aquello que nos rodea. ¿Por qué esa es mi gente? ¿Qué imagen encontré frente a esos espejos? ¿Cómo harán para sobrevivir al monstruo? A medida que pasan los kilómetros me va dando la sensación de que cada día debemos luchar más profundamente contra la desorientación, construyendo criterios de cómo queremos vivir para impedir que las filtraciones cancerígenas avancen sobre nosotros. Luego, luchar para imponer esos criterios positivos y expandirlos, compartirlos para conformar una trinchera crítica y vital, sembrar semillas que nos trasciendan y construir, mientras tanto, nuestra propia sanidad. Parece ser que la existencia es un combate eterno y estamos en tiempos de resistencia.