La noche del reencuentro en el boliche de Tupiza se volvió agitada, no podía ser de otra manera. Ya veníamos con ganas de movilizar el espíritu porque la incertidumbre, respecto a los bloqueos de Potosí, había generado un poco de ansiedad. Ahora que había llegado Nelson, pude relajarme y dedicarme a compartir esos tragos raros con nombres de Volver al Futuro. Chuflay era el que más gracia me causaba, estaba hecho a base de un destilado de vino, muy popular en la zona, que se llama singani, con lo cual tiraba sus patadas de burro. Al rato estábamos todos bailando en el medio de la gente, escuchando al animador –porque no hay lugar donde pasen música en el cual no haya un tipo con tono y comentarios dignos de las radios de hits adolescentes– que intentaba generar empatía con los borrachines danzantes. Mientras nos reíamos de las payasadas que nosotros mismos hacíamos, no paraban de aparecer personajes que nos compraban cerveza o nos regalaban tragos, todo por ser forasteros: ¡la ecuación se había invertido en el mejor momento! Así que disfrutamos de la hospitalidad de los locales y brindamos por los caminos que nos estaban esperando. Finalmente nos volvimos caminando como una tribu errante hacia nuestro refugio. Andar borracho por calles desconocidas es uno de los placeres más grandes que me ha brindado la existencia, esa sensación de novedad absoluta agudiza todos los sentidos y descubro olores, formas, costumbres callejeras y más. Al llegar, la barraca era completamente nuestra, así que anduvimos saltando por las camas y festejando lo efímero, ya que al mediodía siguiente nos dispersaríamos.
Al levantarnos, Rogerio ya había partido, nos despedimos de las chicas y los chicos y me fui con Nelson a buscar pasajes hacia Villazón, pues él debía actualizar su permiso de estadía en Bolivia. Esperando, comí charqui por primera vez –carne de llama deshidratada y secada al sol con sal, mote, papa y huevo– e inauguré la temporada de comer en la calle con la mano. Atravesamos el polvo sureño nuevamente y tras dos horas estuvimos en Villazón, Nelson pudo hacer el trámite y logramos abordar el último bondi a Cochabamba. Luego de una hábil negociación por parte de mi amigo, conseguimos pasajes más baratos para un viaje que implicaría todo un rodeo geográfico: los bloqueos de Potosí obligaban a que –para ir hacia el norte– hubiera que desviarnos hasta Uyuni, desde allí subir hasta Oruro y más tarde hasta nuestro destino. Es aquí donde realmente comenzaría una travesía vertiginosa a lo largo de Bolivia.
Corrimos para subirnos justo antes de que partiera. Una vez arriba nos fuimos hacia el fondo. Más allá de las camionetas con asientos que nos llevaron y trajeron desde Villazón a Tupiza, esta era la primera vez que subía a un micro de larga distancia local en su máximo esplendor: calculo que el micro tenía al menos 15 o 20 años, por supuesto que no contaba con baño y, entre otras particularidades, mi asiento gozaba de un reclinado constante ya que los soportes estaban vencidos. En general todos los asientos contaban con alguna distinción, al menos, nosotros estábamos atrás de todo y no teníamos más que el final del vehículo a nuestras espaldas. Sabíamos que en la noche haría frío, ya nos habían advertido que en Uyuni estaba haciendo unos -18° de madrugada, la hora en la cual lo atravesaríamos, así que subimos todo el abrigo que pudimos a pesar de que en ese momento parecía inverosímil. Íbamos muertos de calor, con las ventanillas abiertas, masticando el polvo del desierto, realmente costaba concebir que en unas horas podríamos estar tiritando de frío. Pero había otro factor que hacía necesario mantener la ventilación; al parecer, la gente del sur boliviano maneja otro nivel de tolerancia a los olores corporales, especialmente a los que se van añejando. De este modo, el interior del micro era un festival de olores danzantes. Nadábamos en un mar de aire conformado por partículas de sebo, transpiración y demás. Ciertamente no nos hicimos mayores problemas, de haber sido de esa forma todo se hubiera convertido en una prolongada tortura.
El panorama era desgreñado y rotoso: fierros viejos rechinantes, golpes en los amortiguadores milenarios, grasa oscurecida en los cubre asientos, desierto entrando por la ventana y dedos que no paraban de rascar cueros cabelludos. Así fuimos conversando un poco mientras nos adormecimos gradualmente y caímos en los brazos de Morfeo. Luego siguieron golpes, zamarreos y haces de luz por las hendijas de los ojos, hasta que frenamos a cenar. Paramos en algún pueblo perdido donde vendían sánguches de huevo, hamburguesas, pollo frito y las aguas saborizadas que aparecían en El Chavo. Los baños públicos, que más bien deberían llamarse privados, estaban colapsados de cholas y hombres a los cuales les encantaba mojarse el pelo, por más de que se mantenía grasoso. Luego de darme cuenta que había sido inútil haber pagado por todo eso, comimos algo y volvimos al letargo.
Hasta acá todo era según lo esperable, pero de pronto el asunto se volvió más difuso. En medio de la madrugada, entredormidos, comenzamos a sentir algo incómodo: sin darnos cuenta estábamos temblando en medio del cero absoluto. Inmediatamente, sin previo aviso, nos sacudió un golpe en el micro que parecía producto de un choque o una caída en un precipicio. Nos despertamos y nuestros cerebros atontados intentaban procesar toda la información junta. Al parecer no había sido choque ni precipicio, pues seguíamos avanzando. Ahora los golpes eran más leves pero constantes. Cuando quisimos discernir de qué se trataba, corrimos la cortina y… ¡oh sorpresa!, se había congelado el vidrio. Una capa de hielo de un grosor considerable cubría la visión hacia el exterior y emanaba frescura. Rompimos un poco de hielo y el panorama era extraño… al parecer no avanzábamos por ninguna ruta sino que íbamos a campo traviesa, en medio de la negrura nocturna. Además, sólo pudimos descifrar eso gracias al reflejo de las luces delanteras, las cuales, al parecer, eran la única luminosidad en kilómetros a la redonda. Entregadas nuestras vidas al azar, sin más, nos decidimos por seguir dormitando y soportando el congelamiento.
Al llegar gradualmente el día, la tensión en el cuerpo me hizo desear mucho el sol. Cuando apareció, logré sentir cada grado que aumentaba, fue raro. Después del desayuno –un té con un pedazo de queso y pan– en algún lugar, seguimos viaje a través de Oruro. Ya íbamos camino a Cochabamba pero a la salida de una curva, en medio de dos montañas, una pieza averiada determinó que el micro se quedaría ahí mismo. Cuando divisamos que la cosa daba para un rato, nos bajamos a fumar y a tomar aire. El sol quemaba y con Nelson nos dimos cuenta de que estar sentados frente a un micro, el cual estaba dispuesto peligrosamente contra una pared de roca, a la salida de una curva ciega, era hipotecar nuestra existencia sin obtener nada a cambio. Así, nos fuimos en frente y nos divertíamos viendo la sorpresa de los camioneros al salir de la curva y encontrarse con un mamotreto estacionado. Hubo maniobras muy sorprendentes y no se destacaron por su calidad.
Finalmente, tras casi dos horas bajo el sol de las montañas, el chofer-mecánico decretó que el colectivo no podría ser reparado en breve. De esta manera, los pasos siguientes serían abalanzarnos sobre los micros que pasaran y apretujarnos en su interior junto a los pasajeros que ya venían en viaje. Así nos fuimos distribuyendo a medida que iban pasando. Cuando nos tocó a Nelson y a mí, subimos primeros y nos fuimos nuevamente al fondo, pero esta vez con las mochilas grandes encima, las cuales desparramamos en el pasillo. A diferencia del día anterior, ahora sí hacía verdadero calor y no había mucho espacio disponible como para andar tomando aire. Nelson ya sufría la impaciencia, yo pude dormitar un rato más mientras sentía que me cocinaba en mi propio jugo –y en el de los demás–.
Cuando desperté, seguíamos avanzando, ahora por zona urbana. Al parecer estábamos en Cochabamba, sin embargo no se avizoraba una terminal. Cada tanto, el colectivero frenaba para que bajara algún pasajero. Nuestro avance fue cediendo al embotellamiento en el cual estábamos enredados. Mientras tanto, el calor, junto al hambre y la pestilencia, se hacía tortuoso. Afuera comenzaron a aparecer unos edificios peculiares, eran casas de varios pisos, ornamentadas de manera extraña, las cuales parecían implicar un gran costo de construcción. También se podía ver a los obreros ampliando el pavimento para agregar otro carril a la ruta, así como las primeras columnas de lo que en un futuro sería una autopista. Evidentemente, tanto la construcción como la obra pública estaban muy activos: eran más de las 18 hs. y los obreros no paraban. Eso hizo que aparezcan unos incipientes cuestionamientos en mi cabeza: ¿es esto el progreso? ¿qué se entiende por progreso normalmente? Más autos, más cemento, más ladrillos, más edificios, más consumo. Al parecer, en Bolivia también se está entendiendo el progreso del mismo modo que en Argentina. La gente trabajaba mucho, se notaba desde la ventana del colectivo. ¿Hacia qué los llevará ese trabajo?…
Luego de una hora y media atravesando territorios con obras y talleres mecánicos, llegamos verdaderamente a Cochabamba. Más de 24hs. tras haber partido de Villazón. La terminal de micros nos recibió con un bullicio infernal. Creo que sería la terminal más caótica en toda la aventura: gritos por doquier ofreciendo destinos, gente yendo y viniendo, otros durmiendo en las sillas, sillones mecánicos de masajes y nosotros haciendo nuestro aporte en todo el caos. Salimos a la calle, ya era de noche y la temperatura agradable. A estas alturas se me complicaba reflexionar o sorprenderme por el novedoso lugar: ¡era la primera ciudad grande de Bolivia que conocía! Pero había que encontrar donde caer muertos sin que nos arrancaran la cabeza, con lo cual no disponíamos de tiempo para perder. Mochilas al hombro y a mezclarnos en la multitud citadina. Puestos de comida que nos hacían babear, gente caminando entre los autos que pasaban, luces, más puestos de comida, cansancio. Así avanzamos hasta la zona céntrica, a pocas cuadras de la terminal.
Efectivamente, una nueva ciudad comenzaba a incrustarse en mi mente para siempre. Al llegar a un lugar novedoso uno guarda, en ese mismo instante, imágenes, olores, momentos que se convierten en recuerdos y referencias de ese espacio urbano. El impacto siempre se hace sentir, sin importar que el cansancio acucie o que la reflexión parezca imposible. En el fondo, el mecanismo sigue funcionando y recaba información de forma vertiginosa: cómo se viste la gente, que fenotipo predomina, cómo se mueven, evaluación de las posibilidades de conflicto, cómo es el tránsito, qué colores imperan, cómo son los edificios, qué olores hay en la calle y mucho más. Cada vez es distinto, en cada lugar que se conoce y por más que se activen los mismos mecanismos inconscientes, levantando los datos de la misma forma en cada ocasión, las imágenes que guardamos son únicas y personales. Se trata de eso que queda en la cabeza: de la mochila camuflada de Nelson paseándose entre transeúntes delante mío, de las luces de los semáforos resplandeciendo entre los coches y los cableríos caóticos, de mis ganas de encontrar donde dormir para poder tirar las cosas y comer algo con la tranquilidad de tener un lugar. Así avanzamos, con las mochilas cargadas de nuestras vidas y de nuestras categorías.