Música

La música suena para todos distinta. Hay discusiones eternas entre aquellos que consideramos basura sonora al 90% de lo que emiten en las radios de hits y quienes se plantan diciendo que no les interesa ninguno de todos los argumentos que esgrimimos desesperados ante eso que identificamos como la caída en el limbo de un ser viviente que nunca podrá descubrir lo que es vibrar de modo auténtico y profundo a través de una melodía surgida desde el corazón y no desde la billetera caníbal de un fulano madrugador de los negocios. Así, desesperados y sin comas. Con una musicalidad asfixiante. Sí que vibra en el pecho.

Es rara la sensación de estar presenciando, masticando, respirando, sintiendo en la sangre la mejor banda que pudiera existir en el planeta en un instante preciso – haciendo de cuenta que algo así pudiera medirse –. Cuando estamos en uno de esos recitales de bandas que implican muchas cosas en nuestras vidas, o simplemente descubrimos en ese momento que nos están marcando en un presente continuo, no queremos más que seguir escuchando esas canciones por todo lo que reste de nuestras existencias. Ése punto se fuga hacia el porvenir. Pasamos a concebir todo nuestro universo de acciones en la clave de los sonidos, climas, colores, texturas y conjeturas, las cuales conforman la musicalidad que envuelve a los cuerpos en la exposición a las vibraciones sonoras.

Así, pensando en esto, me preguntaba si era posible considerar que una banda nos guste más que otra, que una canción, la cual nos destruye la mente, pueda ser mejor o peor que otra haciendo lo propio. Se me ocurrió que no era posible responder a esa clase de acertijos engañosos, destilados de las categorías – a veces muy toscas – con las que interpretamos el mundo. Esa manía de establecer jerarquías y dicotomías nos puede jugar una mala pasada a la hora de reflexionar o de ir en la búsqueda del enriquecimiento “espiritual”. No hay una que sea mejor que la otra, incluso, puede que ni siquiera una nos guste más que la otra, sino que ambas (o todas las que fueran) son fundamentales y nos acompañan de manera profunda en diferentes estadíos de nuestro ánimo. Hay días que vamos en busca de la densidad de Joy Division, otras veces queremos la nostalgia de un disco de Yo la Tengo, la adrenalina del Apetite for Destruction de los Guns and Roses, o los colores de MGMT. Además, a estas sensaciones producto de melodías y ritmos, hay que sumarles el bagaje específico de la experiencia de cada persona. Con lo cual, cuando suenan Viejas Locas o La Renga, también vienen con esos olores y sabores de fines del siglo XX y nos hacen revivir nuestros propios momentos.

Pareciera ser claro que para algunas personas, la música implica algo más que un mero entretenimiento o acompañamiento auditivo. Al dejar que las melodías participen en el moldeado de nuestros ánimos y personalidades estamos estimulando y entrenando un aspecto más de nuestras capacidades humanas, de su complejidad y de su simpleza. Cuando la música pasa a influenciar nuestras decisiones, nuestras prácticas, los lugares que habituamos y las maneras en que sentimos, aprendemos a bucear en las propias profundidades. Por todo esto – y por muchas cosas más – nos resulta sorprendente pasar de estar viviendo una serie de emociones frente a una banda a, en cuestión de minutos, vivir otras frente al siguiente show – igual de preciado que el anterior –. Así experimentamos con nuestros espíritus: mezclando, intercalando, dejando que lleguen nuevas melodías arrastradas por las mareas sonoras. Así, también, nos descubrimos y nos construimos.

Pasado

En tiempos noventosos, llegaban las vacaciones de invierno y el gris se tendía sobre nuestras cabezas, sentía que jamás iba a poder estar, aunque sea, un poco contento. Mientras algunos de nuestros padres hacían equilibrio en situaciones laborales precarias –cuando no caían en el desempleo – nosotros vagábamos por las calles con los amigos. Jugábamos al fútbol en los potreros del barrio, escuchábamos veinte mil veces el disco que alguno había podido comprar y, mientras, gastábamos las pupilas en algún videojuego del vicio. Después, pasaba horas mirando el techo y pensando, tratando de descifrar incipientemente qué era vivir.

Algunas cosas cambian, otras no, también depende del espíritu con el que vamos encarando el correr de los días, de los meses, de los años. A través de dicho paso del tiempo podemos dedicarnos concienzudamente a trabajar los aspectos de nuestras personalidades que encontremos más débiles o simplemente a reforzar las actitudes viciosas que nos hacen cerrar sobre nosotros mismos y evitan los riesgos de revisar nuestro modo de actuar.

El pasado suele reaparece a través del prisma de la nostalgia, de modo que lo vemos teñido por el aspecto romántico propio de la distancia. Nos llenamos con una especie de sabor agridulce. Ese sentimiento agita las percepciones de nosotros mismos y pone nuestro presente en perspectiva. A nuestra mirada se antepone aquello que fuimos, todas las cosas que hicimos, todo por lo que pasamos: aventuras, desventuras, personas, lugares, distancias, compañías, aislamientos, confusiones, certezas, errores, aciertos, músicas y mil más. Desde ahí, nos evaluamos. Pensamos en dónde estábamos antes y a dónde estamos ahora, pero el antes no podemos más que pensarlo desde el ahora.

Muchas veces nos reprochamos el haber actuado de tal o cual forma, pero enseguida recordamos que si no hubiéramos atravesado esa experiencia, hoy no seríamos quienes somos y no hubiéramos aprendido – ¡siempre y cuando hayamos aprendido!–. Con lo cual, estaríamos siendo producto de nuestras experiencias anteriores, pero con la posibilidad de cobrar giros particulares a través de las reflexiones sobre las mismas. La revisión constante de todo lo que llevamos adentro de la mochila produce nuevas lecturas y maneras de ejecutar nuestras acciones. Además, éstas no son estáticas ya que se actualizan cada vez que seguimos adhiriendo novedades. De esta manera, podríamos pensar el pasado como un pívot dinámico sobre el cual nos apoyamos, para lanzarnos de forma cíclica hacia el existir.

Máscaras

A los 15 años, volvía en un micro por la ruta mirando los árboles a través de la ventana, formaban una cortina verde oscuro. Siempre recuerdo aquel momento en el cual me prometí a mí mismo que nunca me dejaría vencer por la mentira del “mundo adulto”: si tenía la afortunada oportunidad de no convertirme en víctima de la explotación sin fin, no podía meter yo mismo la cabeza en la picadora de carne. No sucumbiría ante los maléficos embates de una sociedad enferma que drena la sangre de sus componentes para erigirse como el mayor monumento a la abstracción, que arrebata la risa, la locura, la alegría, la amistad, la aventura y arroja a sus engranajes reemplazables dentro de inmundos cubículos aislados de la luz del sol y del reflejo lunar.

A medida que nuestras vidas van avanzando, vamos recorriendo diferentes ámbitos, los cuales nos exigen determinadas maneras de actuar, en los cuales ocupamos diversos roles. No ocupamos el mismo lugar en un grupo de amigos que en el trabajo, en la escuela, en la facultad, en un grupo de estudio, en la familia o que en otros grupos de amigos diferentes. Las diversas dinámicas grupales nos van acomodando en roles que se van definiendo a medida que se ensamblan dichos grupos. Ahora bien, hay algunas personas que tenemos una especie de premisa importante a la hora de actuar: “siempre intentar ser uno mismo”. Esto  resuena una y otra vez en mi cabeza ante cada situación y sobrevienen preguntas como: “¿este soy yo?, ¿me estaré traicionando?, ¿estaré actuando una farsa, engañándome a mí y a los demás?”.

Realmente, muchas veces me he visto atormentado, acusado por mí mismo de haberme traicionado. Dado que siempre me gustó ser estricto en el cumplimiento de mis metas existenciales, la autoevaluación no puede dejar de estar presente jamás. Así, el temor a dejar de ser quien me prometí nunca dejar de ser suele llevarme a algunos puertos que rozan la neurosis.

Pero a veces el avance del ejercicio de la autoevaluación penetra hasta en los propios términos de la misma, y elevamos, así, un poquito más la vara con la que medimos. ¿Cuando se es uno mismo? ¿Existe “ser uno mismo” como algo fijo? Efectivamente, uno tampoco busca convertirse en un dogmático ni en un ermitaño, con lo cual nuestra premisa se pone a prueba cada día, ante cada nueva situación, problema, persona, ámbito o conjunto de creencias,así como con el arte, los sentimientos o la política. De este modo, nos vamos empapando de mundo, de nuevas preguntas que van complejizando aún más aquella vieja inquietud.

Creo que no existe una cosa tan estática y concreta como el “yo mismo” más allá del propio cuerpo. Puede que sean vicios nietzscheanos, pero he compartido la idea de que podemos estar constituidos por máscaras y que seamos una de ellas ante cada situación – en cada rol – sin siquiera ser en nuestra totalidad sólo una, todas juntas o ninguna. También pienso en las triunfales reflexiones del antihéroe japonés Shinji Ikari – personaje del animé Evangelion –: “Yo soy el yo que habita en tu mente”. Así, por momentos tiendo a despojarme de toda idea de unidad, pero también me resulta algo dudoso. Aún la siento propia, aquella vieja promesa, y ante cada máscara, ante cada yo, intento que se cumpla. Quiero que todas las máscaras y todos los roles sean yo, que se conforme una multiplicidad pero con un hilo conductor.

Pienso que dicho hilo conductor, en medio de tan volátil existencia, se constituye a través de los valores que uno establece y eso es lo más cercano a aquel “uno mismo” que no queríamos traicionar. En cierto modo, considero que forjé un núcleo de valores morales, vitales, existenciales, de manera incipiente, con los cuales comenzaron a definirse mis márgenes. A través del tiempo, el contacto con el mundo, el aprendizaje y la montaña rusa de experiencias, fui puliendo algunas aristas, definiendo otras o haciendo agregados. Pero para que la vitalidad no muera en nosotros, siento que debemos pelear con uñas y dientes para no perder la jovialidad, el sentido de la aventura, el riesgo, la sinceridad, la desconfianza de lo instituido y de lo que circula entre la gente como una tenia que carcome los órganos.

Finalmente, podremos enriquecernos con los nuevos aspectos que descubre en nosotros cada máscara. Por supuesto que uno no está exento de recaer en los engaños, de ser conductor del mismo virus existencial, porque nadie es intocable y las reproducciones se dan de manera solapada, de manera confusa, a veces contradictorias, camufladas. Pero allí se erige el ejercicio de la autocrítica. Nunca podremos dejar de dormir con un ojo medio abierto, porque el que se confía, el que se cree intocable, es el primero en caer.